viernes, 23 de agosto de 2013

Ata bien ese cordón

Cuando regresó Juan casi ni me lo creo. Apenas media hora antes que se había ido. Según dijo tenía que ver a un licenciado que le iba a orientar para los tramites de divorcio. Rita, su mujer le había botado de la casa por ser un tipo de mala leche: ebrio mentiroso hijoputa, me contó Juan que le gritó su mujer al tiempo que aventaba unas camisas a la calle. La verdad es que Juan era un irresponsable y ya. Había días en que nos daba por ir a tomar unos tragos o cuando salíamos de fiesta, y el cabrón apenas y se embutía un par de copas, o de plano no tomaba por preocuparse de lo que le diría su vieja si llegaba con aliento alcohólico, y así toda la noche sin probar trago. Además el wey no sabía mentir, era un falsete y un hipócrita eso si; pero con las mentiras no podía, terminaba confesando al cabo de un par de horas o al día siguiente. Si se le considerase a Juan un mentiroso; era un mediocre, hasta la mitad de eso y nada más. De hijoputa tenia mucho, aunque su madre era una vieja de buen sazón y nunca (que yo supiera), había gozado de un polvo por el que le hubiesen pagado. Pero eso pasa con la comunicación actual, designamos con significados sin ir al meollo del asunto, a la cosa en sí como dicen los puñeteros filósofos.
Por eso cuando regresó y lo vi tan jodido creí que en lugar de irse a donde el abogado, le había dado por ir a buscar a Rita. Y no exagero si digo que al verlo, cualquiera de ustedes diría que acababan de pelear y a él le había tocado la peor parte. Llego con la camisa rota y desabotonada, a su saco le faltaba una manga, completamente arrancada de donde termina el hombro, y su zapato derecho había perdido la suela. No mames, que te paso cabrón, le dije. Juan tenia la cara pálida y los ojos extraordinariamente abiertos, casi como si quisieran salirse de su habitual posición. Un energúmeno. Él balbuceo y respondió con ademanes abriendo ampliamente las manos y agitándolas muy rápido. Yo no entendía nada de lo que decía y él no paraba. A ver Juan, cálmate un poco quieres y cuéntame todo desde que te fuiste de aquí, le dije luego de ver por cinco minutos el aleteo de sus brazos y no comprenderle. Otra vez balbuceo y agito los brazos y yo no supe que decía. Me sentía incomodo de no poder entenderlo y mi curiosidad iba en aumento, entonces decidí tomármelo con calma; le di una palmada en el hombro y lo invite a que se sentara, el acepto y se veía más relajado, le ofrecí un trago de ginebra y él lo bebió como si acabará de atravesar el desierto. Evidentemente lo necesitaba. Le serví otro ginebra para que se tranquilizara definitivamente. Tomo el vaso con más calma esta vez y apenas lo acababa de colocar en sus labios cuando lo arrojo contra la pared y me pregunto mansamente y de improvisto: el diablo, lo has visto. Que wey, le dije como si no hubiese entendido. El diablo, repitió enfadado y levantando la voz, lo has visto, grito. La verga, este wey estaba chalado, algo le pasaba y venia a mí completamente loco. Pensé prontamente y decidí que no había de otra que hacerle al indio y seguirle el juego. No wey no lo he visto le dije. No mames, no llegue aquí con él, en serio no has visto al diablo, me pregunto de nuevo y evidentemente angustiado. No wey, no llegaste aquí con el diablo, venias tú solo y solo regresaste, le dije al tiempo que me inquietaba con sus posibles respuestas. Pero si lo traía aquí conmigo, a mi lado, lo traía amarrado, gemía Juan casi llorando. Juan, llegaste aquí solo, repetí. En serio lo traía amarrado, dijo volteando a todos lados. Y con que lo traías amarrado Juan, le pregunté. Con su mano sin manga saco un cordón de tenis que traía en el bolsillo izquierdo del pantalón al tiempo que me sostenía una mirada de esas de perro con hambre en puesto de tacos mientras me alcanzaba la cuerda con su mano estirada. No acepte el cordón que me ofrecía y debí de haberle visto muy estúpidamente o algo parecido, porque no estuvimos así ni un minuto cuando Juan guardo el cordón, se levanto de la silla y salio de la casa sin decir ni una palabra. 
Yo lo seguí hasta la puerta y mientras le veía la espalda pensaba que quizá la pelea en realidad si había ocurrido o quizá no, que quizá Juan estaba loco o quizá no, pero no pude evitar reírme para mis adentros cuando recordé lo mucho que Bukowski había sufrido por permitirle pasar unos días en su casa al diablo y las dificultades que tuvo para deshacerse de él; y este cabrón de mierda afortunado lo había perdido en menos de media hora y no se daba cuenta de su suerte. Pinche cordón, dije y cerré la puerta. 
Al día siguiente alguien me enteró de que Juan se había ahorcado con un listón de tenis amarrado al cuello.

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