La conseguimos en la armería del pueblo. La empuñaba con mi mano derecha y la blandía hacia adentro con fuerza y hacia mi objetivo: perdió el filo después de algunos cerros, vainas, arboles para leña y acampadas bajo la bóveda estrellada o entre el pasto creciente junto al rió en la presa La Duquesa. Luego fuimos a buscar el esmeril una tarde que sudaba mi reflejo y mi cuerpo orbitaba en un verano cabalístico lunesnomeenfades de talas de bambú. Afilada la hachita, volvimos a caminos hechos a talacha entre trincheras de supercherías atisbadas entre el humo del hachis. Cortamos los limites que la rutina nos pintaba y reímos a carcajadas desde el albor hasta que cada día las risas eran ecos de una viva plenitud y frescura cuerpo entero. La hachita se dio placer entre los cortes que se le dejaba hacer y el afilamiento que periódicamente recibía. Corto ante si las frivolidades de la vida, como fiel sirviente de la muerte.
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